Para eso ya están los conejos
Raquel Batalla
Recuerdo que hace unos años, mis compañeros de clase y yo tuvimos el placer de tener una nueva profesora de filosofía en segundo de Bachillerato. Era una mujer sonriente, tranquila, aunque un poco estrafalaria.
Todos la veíamos así hasta que llegó un día en el que un alumno le preguntó si tenía hijos, a lo que ella respondió: «no, no quiero tener hijos. No me gustan los niños». Aquella dulce mujer se acababa de convertir en un bicho raro a ojos de los alumnos. Nadie entendía por qué esa mujer no quería tener hijos. «Seguro que está sola, soltera y lo dice como excusa, pero seguro que está deseando formar una familia». Decían muchos.
Yo no supe qué sentir respecto a aquella mujer. Era evidente que no encajaba dentro del ideal que tiene nuestra sociedad, pero ¿quién era yo para juzgarla? Lo peor de todo esto fue que me sentí terriblemente identificada con ella. No me gustaban los niños, nunca me habían gustado. De hecho, siempre fui la típica chica que se queda viendo la tele mientras el resto corren a ver al bebé que acaba de entrar en la sala. Siempre había sido así y, en aquel momento, temí acabar como ella en un futuro.
Aquella profesora que nos enseñó las ideas de Simone de Beauvoir fue borrándose de mi memoria, pero la idea de no querer tener hijos permanece en mi mente hasta el día de hoy.
«Ya te llegará el instinto maternal», « al final serás la primera en tener hijos», « ¿y qué piensas hacer cuando seas mayor?», « ¿y quién cuidará de ti?». Estas son solo algunas de las réplicas que tengo que escuchar cada vez que digo que no quiero formar una familia.
Parece que a la gente le cuesta entender que tienes unas perspectivas de futuro muy diferentes a las suyas. La sociedad te ahoga, te coge del cuello y te apresa. Te quiere obligar, una y otra vez, a formar parte del rebaño, a agachar la cabeza, cerrar los ojos y asentir.
A veces pienso en aquella pobre mujer que solo vino a impartir unas cuantas clases de filosofía y salió criticada y juzgada por unos cuantos adolescentes hormonados. Pienso en que esa mujer podría ser yo y, gracias a dios, cada vez me molesta un poco menos.